Historia de una portada
Mi padre y sus hermanos siempre se han dedicado a las máquinas de coser. Es el sonido de mi infancia, el del motor de la máquina con el que mi madre no solo nos hacía la ropa de niñas, sino la de toda la casa. He crecido viendo a mi padre arreglar máquinas, montar cooperativas y talleres. Le he esperado entre telas y cajas, entre abrigos que colgaban inertes de los pasillos infinitos de las fábricas de Béjar antes de que la crisis se lo llevara todo por delante. Le he visto esperar para cobrar a que sus clientas, mujeres laboriosas, mujeres que quemaban los motores eléctricos haciendo kilos y kilos de sábanas, lograran reunir a punta de horas de trabajo, los plazos para pagar la máquina con la que levantar la economía de sus casas.
Cuando leí la biografía de Isadora Duncan me encantó saber que Singer, su amante, era el de las máquinas de coser que mi padre y mi tío acabaron guardando porque la gente, durante un tiempo, se dedicó a comprar pies de hierro para hacer mesas y máquinas antiguas como antigüedades. Los pies de las máquinas viejas eran como un bordado negro forjado de solidez. Curvas interrogantes.
-Papá ¿Guardas para alguien ese pie que tienes ahí?
Mi padre me lo regaló, pero como le gusta hacer las cosas a su modo, decidió darme también la máquina que le correspondía. Adiós a mi idea de hacer una mesa porque mi padre ya había abierto la puerta del maletero y tiraba del tablero para que yo cargara con el otro lado. Así llegó a mi casa esta pieza delicada con una etiqueta del año de fabricación: 1865. Quería una mesa y me regalaron una antigüedad.
Carmen Borrego, los ojos de mis entrevistas, vino a casa a fotografiarla porque se me ocurrió que, como los cuentos eran tan diversos, necesitaban de una idea que los cosiera, retales convertidos en un tapiz de palabras. A mí me fascinaba la forja negra del pie, rúbrica de hierro. Ella me ayudó a colocar la máquina en el centro del comedor, la fotografió y después, recortó cuidadosamente el fondo. La estructura parecía un esqueleto y aunque era una belleza, la imagen tenía algo vagamente inquietante.
Y como todas las historias tienen un quiebro desconocido, resulta que Carmen, tras darle varias vueltas a mi famoso pie que nunca fue una mesa, fotografió la pequeña maquinita que parecía un juguete de niña y reparó en la luz que reflejaba el azul del sofá de casa, una pieza de la antigua propietaria que yo había hecho mía porque me gustaba el color y porque mi hija y mis sobrinos, niños de muelles saltarines, habían decidido que era estupendo para dar pinetas, comer encima, tirar el helado sin que nadie les riñera e incluso, guardar entre sus pliegues algún secreto inesperado. El viejo sofá azul con los cojines con las cremalleras rotas y que me niego a sustituir porque ya tiene la huella de todos sus ocupantes y hasta el recuerdo de un beso audaz. Azul de luz, el regalo inesperado de la casualidad. Del último momento. La idea vaga que se convierte en otra propuesta de portada. Me gustan, nos gustan las dos… qué decida Antonio J. Huerga, el editor. Y Antonio decidió.
Mi padre no se leerá los cuentos. Sin embargo, cuánto le gusta la portada. A veces creo que se imagina que es un catálogo de máquinas de coser, o un tratado de piezas antiguas. A mí me parece que es el resultado de coser afinidades, recuerdos –la madre de Carmen era sastra y su abuelo, guarnicionero- imágenes bellas y conocimiento. El de un editor consciente de la importancia de una portada. El de una fotógrafa y diseñadora excepcional. El de una niña que nunca quiso aprender a coser a máquina y que cambió el pedal por la tecla.
Charo Alonso